El perro de caza. Por Arsenio Menchero.
No soy cazador. Pero he cazado y me gusta la caza. He vivido la sensación del que busca la presa durante horas, con el corazón golpeteando el pecho y con la sangre latiendo con fuerza en las sienes. Con los pulmones abiertos y llenos de monte. Con las piernas tensas y calientes por el ejercicio extenuante.
Y cuando se produce el lance, se paraliza el mundo. En ese momento, no existe nada más. Cuando el perro de muestra se bloquea, sin mover un músculo, con la respiración retenida, frente a la pieza de caza olfateada. O cuando el galgo persigue a la liebre a plena carrera, ciñendo su galope a la estela que la rabona describe. O cuando los perros de rehala acorralan y agarran a un verraco salvaje. He experimentado la conjunción de las fuerzas más importantes de la naturaleza. La vida y la muerte. La supervivencia y la depredación.
Comprendo al cazador y, por eso, creo entender al perro de caza. Al buen cazador, al ver caer la pieza le inunda un sentimiento de alegría indescriptible que, inmediatamente después, se torna en tristeza. Porque ama la caza, a la que se preocupa de cuidar durante todo el año.
Quizás, desde la perspectiva humana racional, no pueda abarcarse del todo desnuda la vivencia básica del instinto venatorio. Pero, estoy seguro, un cazador apasionado no percibe menos intensamente que su perro el placer de cazar.
Y es que la caza ha mantenido unidos a hombres y perros desde épocas inmemoriales.
Quizás no sea un desacierto suponer que la primera coincidencia entre ambos tuviera lugar en terrenos de caza comunes. Aquellos perros primitivos descubrieron que la proximidad de los humanos les permitía servirse de ellos. Los desechos de las presas capturadas eran comida fácil. Y, seguramente, los hombres de entonces se apercibirían de la ventaja de que los perros rondaran sus campamentos. Los perros les alertaban con sus ladridos, en caso de que fieras o enemigos se acercaran peligrosamente.
Así, poco a poco, la relación hombre-perro se fue estrechando hasta que se produjo la domesticación de los cánidos. Tal vez a partir de ejemplares especialmente dóciles, criados en el seno de la comunidad humana.
El hombre fue atrayendo al perro y comenzó a servirse también de sus cualidades para convertirlo en ayudante de sus cacerías. Sirviéndose de él como ayuda contra las fieras o empleándolo para hacer que las presas abandonasen sus escondrijos.
Este acercamiento se produjo por necesidad mutua. Pero, a lo largo de los siglos, hombres y perros han desarrollado extraordinariamente las técnicas de cacería en equipo. En todos los países civilizados existe una afición creciente por poseer perros. Y muchos de ellos, sea por sus cualidades aprovechables en el deporte o simplemente por su dulzura y sociabilidad, son perros de caza.
La gran variedad de razas caninas de perros de caza, enfocadas sobre la base del aprovechamiento de virtudes predatorias concretas, permite al aficionado disponer de un amplio muestrario a la hora de elegir el suyo. Dependiendo de la especialidad que practique. De sus limitaciones, de sus necesidades y de su propia personalidad.
Aunque muchas de las razas cazadoras hoy cumplen sólo funciones de compañía, quizás el nexo más fuerte de unión entre hombre y perro sea la pasión por cazar. Con fines de supervivencia, como entrenamiento para la guerra o, incluso, como símbolo de poder. Seguramente, la caza haya sido la responsable de que el vínculo hombre-perro haya permanecido sólidamente establecido a lo largo de cientos de siglos.
“Lo que hay que preguntarse no es si la caza es cruel o no lo es, sino qué procedimientos de caza son admisibles y qué otros no lo son”.
Miguel Delibes